Cada día vemos atónitos las
noticias de tiroteos, asaltos a mano armada en locales públicos y una sucesión
incontenible de crímenes urbanos que afectan diariamente a nuestros
compatriotas. A cualquier hora y en cualquier distrito de Lima o del interior
del país, la delincuencia genera temores, sensación de peligro, desconfianza y
caos en calles, avenidas, parques y plazas. Da la impresión de que nadie se
salva y que, tarde o temprano, tendremos una historia propia que contar, una
denuncia que hacer.

En las aulas, desde las más
pobres y limitadas hasta las más equipadas y bonitas, se encuentra la clave
para que este vicio social no siga aumentando. El camino para lograr la
seguridad ciudadana es difícil y los enemigos, muchas veces, provienen de la
misma sociedad y de aquellos actores individuales o colectivos que son
percibidos como “normales” como, por ejemplo, los medios masivos de
comunicación.
¿Es posible que los
educadores miremos de costado el terrible y creciente fenómeno de la
delincuencia infantil/adolescente? A pesar de que la respuesta resulta evidente
y que el tema aparece de manera constante en los discursos de políticos y
gestores del sector, no hay hasta el momento una participación decisiva y
contundente de la comunidad docente respecto de la responsabilidad directa que
nos atañe, en cuanto forjadores de ciudadanía y valores, en la virtual
desaparición de la sensibilidad y el respeto por la vida del prójimo en las
nuevas generaciones.
Desde que la problemática de
las pandillas surgió en nuestras ciudades, a mediados de los años 80s, la
delincuencia juvenil se ha convertido en uno de los principales flagelos
sociales de nuestro país. Los horrores del terrorismo se combinaron con una creciente
tendencia a considerar la agresividad y la supuesta valentía que da pertenecer
a un grupo que impone respeto a través de la violencia y la provocación de
temor, dando origen a toda una generación de jóvenes que, bajo los pretextos
del abandono moral (familias quebradas, situaciones de abuso) y la falta de
oportunidades (no acceso al sistema educativo ni estatal ni privado, situación
económica precaria), hicieron del crimen su única manera de subsistir en una
sociedad hostil.
El ausentismo escolar, las
condiciones ínfimas de calidad, seguridad, comfort y salubridad de miles de
escuelas alrededor del país, por un lado; y una permanente inoperancia de los
sistemas judiciales y de control de efectos colaterales asociados a actividades
delictivas como el robo común (por ejemplo, la institucionalización de los
“mercados negros” de venta de objetos robados, desde celulares hasta
auropartes), por el otro; son solo algunos de los aspectos que hacen crecer la
delincuencia infantil y que afectan nuestro desarrollo como sociedad que busca
un futuro más solidario, donde reine el bien común.
¿Qué hemos hecho desde las
aulas para minimizar estos índices de delincuencia infantil/adolescente, que
hoy ha trascendido al robo común para convertirse en un peligro para la vida,
por el aumento de jóvenes menores de 17 años que ya saben cómo disparar un arma
de fuego? ¿Podemos hacer algo, en realidad, o es una problemática que nos
sobrepasa como maestros y maestras de salón y que solo tiene su origen en las
inconsistentes acciones preventivas del Estado? ¿Estamos los maestros
preparados, equipados, con la suficiente capacidad para inspirar a jóvenes que
están al borde del abismo, de la desgracia de verse seducidos por el crimen y
sus falsas gratificaciones (obtención de cosas, objetos materiales, sensación
de que infunden temor, que son respetados, que hacen eso porque no tienen otra
manera de sobrevivir) y evitar que terminen consumidos por una situación que
los anula de por vida y pone en riesgo su futuro, sus propias vidas?
No hay una respuesta
sencilla para tantas preguntas, y lo más probable es que la solución no esté a
la vuelta de la esquina, sobre todo en el estado actual de cosas, en que todo
parece a favor de que la delincuencia no solo aumente sino que no tenga consecuencias
reales ni de castigo ni de recuperación del joven descarriado. Solo nos queda
la prevención y para ello los docentes, aquellos docentes con real vocación que
se preocupan por sus alumnos y por el rol social que asumieron al decidir ser
profesionales de la educación. Ante la impunidad reinante y el laxo sistema
legal que libra de sanciones efectivas a toda clase de ladrones,
extorsionadores, violadores, sicarios y demás, solo nos queda confiar en las
generaciones venideras, educarlos en valores básicos como el respeto por la
vida ajena, por la propiedad y por la dignidad propia. La delincuencia,
lamentablemente, no va a desaparecer, pero por lo menos dejemos un legado
personal de formar promociones libres de sus efectos.
Pero la comunidad docente no
solo tiene en contra cuestiones como el ausentismo escolar y las carencias de
las escuelas públicas. La institución familiar atraviesa una grave crisis
también, lo mismo que instituciones como la policía o el ejército, llamadas a
salvaguardar el orden, con multiformes problemas que van desde la corrupción
interna hasta la falta de entrenamiento para controlar estos actos delictivos.
Pero estas situaciones, relacionadas al funcionamiento del Estado, no son las
únicas que se alzan como obstáculos frente a cualquier campaña educativa
orientada a recuperar esos valores perdidos, ese control ético que le instale a
un niño de 13 o 14 años que ser sicario no es bacán, que ser aceptado en una
pandilla de marcas es negativo y peligroso. Y son los modelos de conducta y
éxito que promueven algunos medios de comunicación masiva.
Pareciera forzado pensar que
unos “simples” personajes de la televisión puedan tener algo que ver con el
aumento de la delincuencia infantil/juvenil y con esa ferocidad fría y sin
límites que exhiben en sus asaltos, pistolas en mano, niños y adolescentes en
edad escolar que viven sin estudiar, ya sea porque sus familias no existen o
porque sus escuelas son limitadas. Sin embargo hay una conexión entre lo que
ven en televisión. La exacerbación de tener cosas, acumular posesiones
materiales -celulares, vida social intensa y sin límites, viajes, dinero en
efectivo, etc.- va formando una costra de frustración en amplios sectores de
estratos socioeconómicos bajos que terminan convencidos de que ellos, para ser
felices, para existir como personas, necesitan conseguir esas cosas y hacerse
de ellas a cualquier precio. Antes era robar para comer, hoy es robar para
existir.
Las cosas se complican por
la multiplicidad de situaciones delictivas que hoy forman parte de la
cotidianeidad en nuestro país, muchas de las cuales se asocian directamente al
estilo de vida que venden las noticias del entretenimiento: No es casualidad
que las enormes mansiones, automóviles, equipos de última generación, viajes
costosos, joyas y relaciones amicales o amorosas con muchas de las llamadas
“estrellas de la farándula” terminen, después de cierto tiempo de auge y
popularidad, involucradas en casos de narcotráfico, redes de crimen organizado
y partes policiales. Todo eso lo ven chicos y chicas, de Lima y de provincias,
a todas horas. Y de ahí es que nacen las ambiciones desmedidas, los deseos
insatisfechos, las frustraciones y las decisiones equivocadas que los conducen
a ese lado oscuro que hoy padecemos a diario.
Reflexionar sobre estos
temas es necesario entre maestros, porque a menudo caemos también en la
permisividad y el consumo de estos programas sin darnos cuenta que es uno de
los elementos que está afectando, de manera dramática, el desarrollo mental de
miles y miles de niños y jóvenes, llevándolos a tergiversar por completo sus
vidas y comprometer sus futuros.
Tomado de Derrama
Magisterial:
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